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Cuando alguien está entre la espada y la pared, aparentemente no tiene escapatoria. Pero hay dos casos que podrían ayudarte a pensar en algo.
El primero tiene que ver con un pequeño artículo que apareció hace muchos años en la famosa revista Selecciones. No puedo rememorar cada detalle, pero diré lo que evoque mi mente. Trataba de cierto periodista que escribió y publicó un artículo expresando su malestar porque Fulano estaba presentándose, si mal no recuerdo, como candidato a la Alcaldía o a una Gobernación. Entre otras cosas, decía algo así como esto: “Es el colmo que Fulano de tal, que ni siquiera tiene cualidades para perrero municipal, tenga el coraje de presentarse como candidato para la Alcaldía”.
La reacción no se hizo esperar. El candidato en cuestión le envió una carta subida de tono en la que le exigía una retractación y que la escribiera y publicara en un artículo de tamaño similar, en la misma página y en el mismo día de la semana, so pena de enjuiciarlo. Pasaron los días y el periodista no aguantó más. Publicó una retractación con letras muy grandes diciendo algo así como esto: “La semana pasada escribí un artículo en el que dije claramente: FULANO DE TAL NI SIQUIERA TIENE CUALIDADES PARA PERRERO MUNICIPAL, DE MODO QUE NO DEBERÍA PRESENTARSE PARA LA ALCALDÍA. Pero en vista de que se ha resentido profundamente y me ha enviado una carta amenazándome con demandarme y despellejarme vivo si no publico una retractación, no me deja más alternativa que retractarme. Por tanto: ME RETRACTO PÚBLICAMENTE. FULANO DE TAL SÍ TIENE CUALIDADES PARA PERRERO MUNICIPAL, pero opino que no debería presentarse para la Alcaldía”. Lo fulminó.
Y el segundo caso tiene que ver con un erudito cuya influencia en el campo de la astronomía, filosofía, física, matemática, geometría, literatura, pintura y música fue tan grande que se le llegó a considerar nada menos que el padre de la astronomía moderna, el padre de la física moderna y hasta el padre de la ciencia. Y aunque su contribución al método científico fue de la talla de Bacon y Kepler, se le cita más a menudo por el famoso juicio a que fue sometido por la Santa Inquisición Católica Romana por defender a capa y espada sus teorías publicadas en el libro “Diálogo sobre los dos grandes sistemas del mundo”, en el que contraponía la teoría del geocentrismo con la teoría heliocéntrica, argumento que resultaría ser para algunos una revolución del pensamiento, y para otros, un gran escándalo.
Como el Papa se dejó llevar por la opinión de los detractores, este influyente astrónomo, filósofo, físico, matemático, geómetra, literato, pintor y músico fue finalmente convocado por el Santo Oficio para comparecer ante un cerrado y exhaustivo interrogatorio. Todos sabían que esto solía implicar serias amenazas de tortura, cadena perpetua y hasta pena de muerte. De hecho, se quemaba vivos a quienes se consideraba herejes. De modo que el asunto era serio.
La Iglesia Católica había aceptado la Teoría Geocéntrica que Aristóteles había formulado en el siglo 4 E. C., por la cual se afirmaba que la Tierra se encontraba inmóvil en el centro del universo, con el Sol y los planetas girando alrededor. Pero en el siglo 16 Copérnico propuso la Teoría Heliocéntrica, que afirmaba que más bien la Tierra y los demás planetas giraban alrededor del Sol. La Iglesia no vio con simpatía que Galileo apoyara una herejía como esta.
De modo que al cabo de unos cinco meses de indagaciones, interrogatorios y deliberaciones, el hombre que siglos después sería reconocido como el “Padre de la Astronomía Moderna”, “Padre de la Física Moderna” y “Padre de la Ciencia”, terminó compareciendo ante los cardenales, prelados y demás servidores la Santa Inquisición para la sentencia. Viejo, barbado, lisiado de reumatismo y doblegado por los años, estaba listo para la condena, que según consta en los registros, era “a la prisión especial de nuestro Santo Oficio por el tiempo que nos plazca”.
Y así, en el ambiente lúgubre de la Inquisición, teniendo ante sus ojos el detestable potro de tortura al que sería montado si no se retractaba, el 22 de junio de 1633 Galileo Galilei tomó finalmente la decisión de ceder y leer en voz alta, en el Palacio de Minerva, Roma, el documento de abjuración que el propio Santo Oficio había redactado para la ocasión:
“Yo, Galileo Galilei, hijo del finado Vicente Galilei, florentino, de edad de 70 años, constituido personalmente en juicio y arrodillado ante vosotros, eminentísimos y reverendísimos cardenales, nombrados inquisidores por la Iglesia universal contra el crimen de la herejía, teniendo ante mis ojos el Santo Evangelio que toco con mis manos, juro haber creído siempre, creer ahora, y, con la ayuda de Dios, creer en adelante cuanto predica y enseña la Santa Iglesia Apostólica Romana.
“Pero atendido a que se me había amonestado formalmente por este Santo Oficio para que abandonase mis falsas opiniones, cuales son, que el sol está fijo y en posición central, prohibiéndoseme publicar por escrito esta falsa doctrina; y después de habérseme notificado que la tal doctrina es contraria a la Sagrada Escritura, yo he escrito y mandado imprimir el libro en el cual trato de dicha doctrina ya condenada y aduzco razones de gran eficacia en su favor, sin presentar ninguna solución, me he hecho altamente sospechoso de herejía por profesar el sistema de estar el sol inmóvil y en el centro del mundo y de no estar la tierra en el centro y fija.
“Queriendo por este motivo borrar de la mente de vuestras eminencias y de todos los cristianos católicos tan fuerte sospecha concebida contra mí, con corazón sincero y firmísima fe, abjuro, maldigo y detesto los antedichos errores, herejías y en general cualquier error contrario a la Santa Madre Iglesia, y juro no decirlos de palabra ni publicarlos por escrito, así como también que denunciaré a este Santo Oficio o al inquisidor o al ordinario del lugar en que me encuentre a quien quiera que se pueda acusar o sospechar de herejía. Si faltase a lo jurado, pido que se me apliquen todos los castigos señalados contra los culpables por los sagrados cánones y demás constituciones generales.
“Así Dios me ayude, y los Santos Evangelios que tengo en las manos.
“Yo, Galileo Galilei, abjuré cuanto consta más arriba; juré, prometí y me obligué como queda expuesto, en fe de lo cual suscribo de propia mano la presente que he leído palabra por palabra.
“Roma, en el convento de la Minerva en este día 22 de junio del año 1633.
“Yo, Galileo Galilei.”
El humillado anciano, lisiado de reumatismo desde hacía veintisiete años, estaba con el corazón en la mano y con el alma y la voz retemblando de miedo, sufriendo uno de los más terribles castigos: Negar una verdad que Dios mismo había dejado inscrita sobre el firmamento como con letras de fuego: Que la tierra se movía alrededor del sol.
Tan difícil como seguramente le fue a Galileo en aquel entonces abjurar de un concepto del que estaba persuadido en lo más profundo de su ser, lo es hoy día para cualquier persona suficientemente inteligente creer que un científico de su talla hubiese sido sincero cuando firmó aquella retractación.
Sin embargo, aunque el anciano se humilló y finalmente se sometió pronunciando palabra por palabra aquella caprichosa, vergonzosa y absurda abjuración redactada por el Santo Oficio, no hubo misericordia. Igual lo condenaron, prohibieron su obra y lo privaron de su libertad por el resto de su vida, tiempo durante el cual también perdió la vista. Falleció en 1642 a los 78 años de edad al cabo de un confinamiento domiciliario de varios años.
A pesar de que el 13 de marzo de 1736 se erigió un mausoleo en su honor en Florencia, Italia, y a pesar de que todos después reconocieron que se había cometido un error, a la Iglesia le tomó nada menos que dos siglos y medio retractarse públicamente y aceptar que lo había condenado injustamente.
Este relato tomado del Diccionario Ilustrado de Frases Célebres y Citas Literarias, de Vicente Vega, nos enseña varias lecciones importantes relacionadas con la necesidad de ser de mente abierta y evitar el prejuicio y la intolerancia. Por un tiempo tal vez la dominación y el abuso del poder pudieran parecer instrumentos de justicia, pero a la larga la historia ha demostrado muchas veces que no solo conducen a grandes yerros e injusticias, sino a rivalidades, insultos e ignominia. Tarde o temprano merece el repudio de todos y se cosecha lo que se siembra. Es mejor respetar la opinión ajena.
No es fácil
Con estos ejemplos no intento decirte que la salida siempre consista en darle gusto a la otra parte, o darle la razón. Hay circunstancias en la vida que exigen actos de valor y sacrificio que van más allá de lo esperado. Los bomberos de todo el mundo llevan registros históricos de actos verdaderamente heroicos. Debemos reconocer que a veces la presión por hacer lo que es correcto puede llegar a niveles insospechados, y que a menos que de antemano resolvamos en nuestro corazón cómo vamos a responder, la presión pudiera reventarnos.
Galileo probablemente había llevado una carta bajo la manga en caso de que en última instancia se enfrentara a la intransigencia de quienes ostentaban el poder en aquellos tiempos tenebrosos: la de ceder. Tal vez para él no fue finalmente una cuestión de jugarse la vida eterna, sino un asunto mundanal de simples opiniones encontradas respecto a los planetas. Probablemente razonó, mirándose en un espejo: “Oye, hombre, el asunto no es para tanto. No se trata de renegar de tu fe, sino de discutir sobre simples teorías. ¿Te parece razonable dejar que te suban al potro de tortura solo para defender una idea que, tarde o temprano, quedará absolutamente demostrada?”. Por eso es muy probable que no viera la necedad de insistir, sino de cortar por lo sano.
Lógicamente, debió de parecerle muy injusto que, a pesar de haber satisfecho la horrible demanda de retractarse, de todas maneras lo sentenciaran a la privación de su libertad por el resto de su vida, y más cruel aún, que lo privaran de su derecho a opinar.
¿Imponerse o influir?
Comúnmente se considera que quienes ostentan alguna clase de autoridad, ya sea en el hogar, la escuela, la universidad o el centro de trabajo, tienen potestad para ejercer control o mandato dentro de su jurisdicción y que hasta pueden presionar e imponerse por la fuerza a fin de hacerse respetar. Pero cuando se trata de una teoría o punto de vista, la cosa se complica porque a veces, más que ejercer poder, es cuestión de razonar equilibradamente e influir positivamente en la mente y corazón de las personas apelando a su nobleza.
Aunque la(s) persona(s) que ejerce(n) autoridad espera(n) tácitamente que los demás obedezcan sus órdenes, en realidad no es el rango ni el título lo que finalmente reviste a alguien de la verdadera autoridad para ejercer poder o control, sino su influencia, la manera como motiva o trata a los demás. Por ejemplo, como hemos visto, alguien pudiera recurrir a la ley para exigir que cierto periodista publique una retractación, o tener suficiente poder como para subir a un pobre anciano a un potro de torturas y hacerle sufrir hasta que dé su brazo a torcer, pero la verdad saldrá a flote tarde o temprano, como un corcho, y la historia y los hechos terminarán vindicando la causa del justo y todas las piezas del rompecabezas encajarán en su lugar.
Todos pagamos
Había un hombre leal llamado Mardoqueo, que descubrió un complot contra el rey de Persia, de modo que refirió el asunto a la reina y finalmente los traidores fueron prendidos y ejecutados, y todo quedó asentado en los registros del reino.
Después de un tiempo, el rey nombró a un príncipe sobre todos sus demás príncipes, a Hamán, el agaguita, confiriéndole autoridad de modo que a partir de entonces todos le obedecieran inconcusamente, lo cual implicaba inclinarse ante él de la misma manera como lo hacían ante el rey. Pero Mardoqueo nunca se inclinaba, lo cual disgustaba a Hamán, quien desde entonces le cobró un odio intenso. Por eso Hamán urdió un plan macabro para destruir tanto a Mardoqueo como a su familia y a su pueblo.
Lo que ni Hamán ni el rey sabían era que la reina era sobrina de Mardoqueo, y que por tanto, atentar contra Mardoqueo y su familia no solo implicaba a la reina misma, sino, por matrimonio, a los propios intereses del rey. Por eso, viendo que Hamán había maniobrado los asuntos para que el rey decretase un genocidio, Mardoqueo le contó a la reina acerca del peligro.
Fue así como la reina buscó un buen momento para hablar con el rey, invitando al rey y a Hamán a un banquete, al final del cual, la reina volvería a invitar a Hamán a un banquete más privado, al día siguiente, donde solo estarían él, la reina y el rey. Así que Hamán regresó a su casa contento, a contarles a todos sus parientes lo mucho que lo habían honrado el rey y la reina, y que lo habían invitado a otro banquete al día siguiente. Pero también les confesó la furia que sentía contra Mardoqueo, que no se inclinaba ante él. De modo que su esposa y sus parientes le recomendaron construir un cadalso y colgar a Mardoqueo. “Anda mañana adonde el rey y diviértete, y después cuélgalo”, dijeron. Fue así como Hamán mandó construir rápidamente un enorme cadalso de más de 20 metros de altura en los terrenos de su propia casa.
Pero esa noche el rey no pudo conciliar el sueño, de modo que mandó traer los registros del reino para que se los leyeran, y de repente oyó el caso de Mardoqueo, del día que descubrió aquel complot contra el rey y que resultó en que se salvara de morir. De modo que el rey preguntó: “¿Y cómo se recompensó a Mardoqueo?”. Y le dijeron: “No se le dio absolutamente nada”.
En ese momento el rey oyó que alguien andaba por ahí, de modo que preguntó: “¿Quién anda por ahí?”, y le dijeron: “Es Hamán. Ha venido porque quiere hablarte de un asunto muy importante”, y lo hizo pasar. Hamán, que ya había construido el cadalso para Mardoqueo, estaba ahí para solicitarle permiso para colgarlo. Pero antes de que abriera la boca, el rey le preguntó: “¿Qué merece recibir el hombre en quien el rey se ha deleitado?” (porque estaba pensando en Mardoqueo, para recompensarlo), y Hamán, suponiendo jactanciosamente que se refería a él, respondió con entusiasmo: “¡Que lo vistan con la ropa del rey, y que cabalgue por la plaza pública de la ciudad montando el caballo del rey, y que un príncipe vaya delante de él, proclamando: ‘¡¡Así se le hace al hombre en quien el rey se ha deleitado!!’. Y quedó petrificado cuando el rey le dijo: “¡¡Pronto, busca a Mardoqueo y hazle tú exactamente como dijiste!!”. Frito.
¡Qué humillación tener que regresar a casa y contarles a su esposa y a todos sus parientes lo que había sucedido! Pero mientras estaba hablando, vinieron a él los siervos del rey para llevarlo apresuradamente al banquete al que estaba invitado, y Hamán procedió a ir.
En medio del banquete, el rey preguntó a la reina: “Pídeme lo que quieras. ¿Qué quieres que te dé?”, y para asombro de Hamán y del rey, ella respondió: “Quiero que me devuelvas mi propia vida, porque alguien ha maniobrado los asuntos para que el rey destruya a Mardoqueo y a toda su familia, y resulta que yo soy su sobrina”. Entonces, el rey se indignó y dijo: “¿Quién pudo atreverse a poner en peligro la vida de mi reina?”, y ella dijo: “¡¡Este miserable, Hamán!!”.
El rey no podía creerlo. Por eso se levantó muy consternado y se retiró un momento al jardín para pensar, y cuando regresó adentro vio a Hamán colgándose de la reina, porque estaba suplicándole misericordia, pero el rey lo interpretó como que estaba queriendo propasarse con ella. De modo que dijo: “¡¡Qué!! ¿Y todavía tienes el coraje de forzar a mi esposa estando yo aquí en mi casa?”. Y reventó de furia ordenando que llevaran inmediatamente a Hamán al cadalso que él había construido en su casa y lo colgaron. Luego, el rey se quitó su anillo real y se lo entregó a Mardoqueo, dándole plena autoridad sobre todas las propiedades de Hamán, el agaguita.
Este relato, tomado de la Biblia, nos enseña varias lecciones importantes relacionadas con la necesidad de ser flexibles cuando sea posible. A la corta, tal vez la arrogancia y la jactancia parezcan cualidades envidiables, pero a la larga se ha demostrado que muchas veces solo conducen a frustración. Es mejor ser flexibles y sembrar con miras al bien común, que cosechar las consecuencias desagrables que le hubimos deseado a otra persona. Y aunque nadie recompense al justo por su ayuda a la comunidad, tarde o temprano se reconoce su contribución.
¿Cedes o no?
Por eso, cuando se trata de ceder o no ceder, evalúa bien la cuestión en cuanto a su importancia y trascendencia. Porque la persona razonable cede cuando se da cuenta de que lo que está implicado es un asunto de gustos y colores, de opiniones humanas encontradas, chismes, calumnias y dimes y diretes u otros asuntos por los que no vale la pena luchar, sufrir ni mucho menos exponer la vida. Pero se muestra firme y perseverante, y no pocas veces intolerante, si se trata de algo que debe defender aun a riesgo de sufrir. Galileo había envejecido por fuera, pero no imagines que se había vuelto tonto. Seguía siendo el mismo sabio de siempre. Sabía que tarde o temprano la historia lo vindicaría. De modo que no dudes de que se daba perfecta cuenta de lo que estaba implicado.
Esto es muy importante, porque si alguien hace algo que personalmente te resulta ofensivo, ¿qué harás? ¿Exigirle que se retracte en la misma página del mismo diario, en una columna del mismo tamaño y en un párrafo con igual cantidad de palabras? Y si no lo hace, ¿le entablarás una demanda judicial? ¿O tal vez preferirías subirlo a un potro de tortura, o colgarlo de un poste de 20 metros de altura?
Sin duda que a veces pudieran existir muy buenas razones para establecer legalmente tus derechos, pero tendrías que evaluar cuidadosamente todo lo que pudiera estar implicado. Porque hay tiempo, dinero, energías y reputaciones que se desgastan en el camino. El roce constante con un problema debilita la tolerancia, y en una batalla se pierden muchos soldados. Hay sufrimientos mayores que resultan de sufrimientos menores que resultaron de no haber dado el brazo a torcer.
“¿Se arrepiente usted de algo?”
Muchas veces he visto entrevistas en las que se pregunta: “¿Se arrepiente usted de algo?”, y el entrevistado responde: “De nada, en absoluto”. Pero yo diría que solo se trata de un cliché, porque cualquier decisión inadecuada lleva a un mal resultado, y las malas decisiones son el fruto de la imperfección. En otras palabras, sencillamente fallamos porque somos imperfectos. De modo que si alguien dice: “No me arrepiento de nada en absoluto”, en realidad está diciendo entre líneas que absolutamente todas sus decisiones han sido perfectas, lo cual es muy difícil de creer. ¿Realmente no ha tenido ninguna clase de fracaso ni desencanto en los últimos años? ¿Creerías eso?
De hecho, es mejor terminar cada día renovando nuestra convicción de querer ser mejores el día siguiente, lo cual significa procurar evitar cometer los mismos errores o tomar las mismas erradas decisiones.
En mi caso, muchas veces me he arrepentido de haber dicho o escrito tal o cual cosa, y me he apresurado a enmendarlo. De hecho he sufrido por ello. Pero no es que falle porque me guste molestar o porque sea un tonto que no se da cuenta de lo que hace. Un antiguo proverbio dice que en la abundancia de palabras no deja de haber transgresión, y ese es un precio que pagan constantemente los que tienen facilidad de palabra.
En fin, lo importante es seguir adelante, esforzándonos por tomar las mejores decisiones, ya se trate de algo insignificante o de algo sobresaliente. Por un lado, seguimos investigando, leyendo, estudiando, hablando y exponiendo como hizo Galileo toda su vida; pero por otro nos enfrentamos diariamente a la enfermedad, a la adversidad, al fracaso, al ridículo, al temor y al éxito, a una inquisición simbólica que parece no haber aprendido la lección, y a un mundo espacioso que parece fijo en el universo, como si todo girara a su alrededor, un mundo que rara vez da su brazo a torcer.
Si te han pedido que te retractes por un exabrupto, acuérdate del dicho: "Si tienes que comerte un sapo, no lo mires mucho", es decir, no le des muchas vueltas al asunto y haz lo propio. Sé flexible y pide disculpas. Y si te han pedido que te retractes de algo que no dijiste, o porque malinterpretaron alguno de tus comentarios, acuérdate de Galileo y no te precipites a disculparte, ni tampoco te retraigas de hacerlo si después de una profunda reflexión personal llegas a la conclusión de que sería la decisión más apropiada, porque tal vez no resulte bien.
Por eso, en el asunto de ceder o no ceder, sopesa bien lo que vas a decidir cuando te ofendan o cuando te sientas ofendido, o cuando ofendas a otros, porque todo tiene una consecuencia. Acuérdate de Galileo y de Hamán, el agaguita, que no todos pueden demostrar sus teorías, ni todos los príncipes se salen con la suya, y que al final la historia se encarga de aclarar el rompecabezas.
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